PLURALISMO JURÍDICO Y GLOBALIZACIÓN
Carlos Pol Limpias, Boliviano (1)
SUMARIO:
El propósito del presente artículo es analizar los elementos principales del pluralismo jurídico. Además, hacer un análisis de los debates sobre la igualdad que ha resurgido en las últimas décadas, en la era de la transmodernidad. Comprender a fondo las perspectivas y los desafíos propuestos por la globalización, que por diversas razones, pone en tela de juicio el carácter absoluto del principio de igualdad de los seres humanos.
I. Introducción
El inicio de cada época histórica generalmente significa, para los hombres del momento, la huida de modelos sociales que desean ser superados. Es como una reacción social, en la que en la nueva etapa histórica, se trata de imponer paradigmas contrastantes con los de la etapa anterior, sin advertir muchas veces, los errores en que se incurre, al dejar algunos cabos sueltos y que solo se perciben con el transcurso del tiempo. No en vano se afirma que el hombre aprende, no solo en base a alambicados estudios, sino sobre todo, de la realidad.
Así fue como la Ilustración, que inspiró a la Revolución Francesa, consagró la igualdad abstracta de los seres humanos, en reacción con el antiguo régimen del absolutismo. De este modo, el Estado moderno, se sustentó en una pretendida homogeneidad social y en el desconocimiento de las diferencias. En él, la nación actúa como elemento de fusión, respetando la pertenencia formal a un mismo pueblo. La búsqueda de la homogeneidad tenía por finalidad la unidad política, sin considerar que el reconocimiento de las diferencias no tenía por qué constituir un factor de escisión del Estado.
El mismo Estado Constitucional, en sus primeras etapas, surge considerando dicha homogeneidad social, y así las Cartas Políticas de ese momento histórico, consideran que el Estado está compuesto por una sola nación, en una suerte de reconocimiento de un monismo cultural.
“La mayoría de los especialistas en teoría política han utilizado un modelo idealizado de polis, en el que los conciudadanos comparten unos ancestros, un lenguaje y una cultura comunes”.[2] Este reconocimiento entra en franca contradicción con la realidad de los Estados independientes, que en su mayoría, tienen una composición pluriétnica y pluricultural. En este momento, es mayor el número de países culturalmente diversos. Son pocos los países en los que existe uniformidad lingüística, en los que sus habitantes pertenezcan al mismo grupo étnico. Un ejemplo de estos últimos son Islandia y las dos Coreas.
La realidad histórica que muestra que la mayoría de comunidades políticas en el mundo han sido y son multiétnicas contrasta con el modelo idealizado por aquellos que detentan el poder de una sociedad aparentemente monocultural, con habitantes que comparten la misma cultura y que provienen de los mismos ancestros.
En contraste, el constitucionalismo de la transmodernidad en las últimas décadas, se ha preocupado de tutelar la igualdad sustancial. Así, el art. 9.2 de la Constitución española de 1978, establece que: “Corresponde a los poderes públicos remover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
La misma Constitución española consagra, como uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico, el pluralismo político (art. 1.1.), y lo que es más importante, reconoce y garantiza también el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que componen la Nación española (art. 2).
En América Latina, las Constituciones de los países andinos, particularmente, Colombia (1991), Perú (1993), Bolivia (1994, así como la reciente del 2007) y Ecuador (1998) reconocen el carácter pluricultural de esos Estados, la existencia de los pueblos indígenas y de sus derechos (oficialización de sus idiomas, educación bilingüe, protección del medio ambiente y sobre todo el Derecho Indígena o Consuetudinario).
El multiculturalismo [3] o heterogeneidad étnica y cultural, ignorada por la Modernidad, no es pues un hecho nuevo, “ni es un problema ni es un ideal. El multiculturalismo es simplemente una realidad”[4], realidad que determina que cada vez sea mayor la exigencia del reconocimiento de la diversidad. Es cierto también que tal hecho se ve incesantemente incrementado por el fenómeno de la inmigración.
Por otro lado, son diversas las formas que reviste el multiculturalismo, siendo las más conocidas las que distingue Will Kymlicka[5], por considerar a aquellas que se dan con mayor énfasis en la realidad:
a) Minorías nacionales (Estados multinacionales). Son los grupos minoritarios en los Estados, poseedores de diversas culturas dentro de su territorio, que mantienen su deseo de mantener una cultura distinta a la del sector mayoritario.
b) Grupos étnicos (Estados poliétnicos). En los que la diversidad cultural surge por la inmigración individual y familiar. Son grupos que se integran de una manera más plena a la sociedad, y sin dejar de lado su lucha por el reconocimiento de su identidad étnica, no anhelan constituirse en una nación con autogobierno.
Especial atención debe prestarse a la clasificación que propone Ricard Zapata-Barrero, propuesta en la que podemos encontrar un doble mérito: a) el énfasis en la influencia del fenómeno de la globalización en esta realidad social, sin dejar de lado las otras formas conocidas de multiculturalidad; y b) el sentido en el que van las reclamaciones de los involucrados a los demás actores sociales, y en particular, a la esfera política y constitucional, a través de un “lenguaje”. Él afirma que, en estos momentos, existen hasta cinco formas, a las que acertadamente se refiere como “contextos” de multiculturalidad:
a) Pluralismo de identidades culturales. En el que están incluidos ciertos colectivos como: mujeres, niños, ancianos, homosexuales, discapacitados físicos. El lenguaje predominante es el de la discriminación o trato desigual.
Estos colectivos, a los que María Ángeles Martín Vida[6] denomina “minorías transversales”, cuyas reivindicaciones de reconocimiento son perfectamente legítimas; sin embargo, no son en sí, representativos de ninguna cultura, si nos ceñimos al concepto de cultura que nos trae Will Kymlicka. [7]
b) Inmigración. Esta forma encuentra sustento, según el autor, en la distinción entre “población” y “demos”. En este contexto de multiculturalidad, se encuentran personas que forman parte de la población, pero no del demos, siendo así, no tienen la calidad de ciudadanos del país que los acoge por lo que tampoco comparten el sistema de derechos y deberes con los que sí son considerados ciudadanos. Zapata Barrero considera, en este caso, como lenguaje predominante, el de acceso a los derechos y a la esfera pública.
c) Pluralismo de identidades nacionales. En este contexto, se ubican diversos grupos nacionales concentrados territorialmente en un mismo Estado. Sin embargo, las naciones minoritarias no reciben el mismo trato que las mayoritarias. Si bien es cierto que los integrantes de los grupos minoritarios comparten los mismos derechos y deberes que aquellos miembros de los grupos mayoritarios, por poseer ambos, la misma identidad humana, en buen número de casos, sus identidades culturales no se hallan reconocidas. En consecuencia, el lenguaje predominante sería el reconocimiento y el autogobierno o gobierno compartido.
En términos de autogobierno, el grupo reclama decidir su destino a través de un sistema de competencias en todos los niveles de poder (Legislativo, Ejecutivo y Judicial). En la lógica del gobierno compartido, la reclamación va en el sentido de la federalización.
d) Unión Europea. Este contexto de multiculturalidad, según el mismo Zapata-Barrero, pone en tela de juicio el vínculo Estado/nacionalidad/ciudadanía. La discusión se centra aquí entre la lógica de los Estados miembros y la de la Unión. El lenguaje predominante es el de la transnacionalidad.
e) Globalización. En este contexto, el multiculturalismo asume como función la ruptura de los límites del proceso de uniformación en el proceso de globalización. El lenguaje predominante es el de los derechos humanos.
Descartado el primer contexto de multiculturalidad, por no ser representativo de ninguna cultura, como lo hemos sostenido anteriormente, se advierte coincidencia entre la propuesta de Kymlicka y los supuestos b) y c) de la sostenida por Zapata-Barrero, con referencia a las minorías nacionales y los inmigrantes. Resultan de sumo interés, en estos momentos, los contextos de la Unión Europea y de la Globalización; sin embargo, en razón de los fines de este estudio, y sin restar importancia a la inmigración, centraremos nuestra atención en las minorías nacionales.
Ahora bien, esta diversidad plantea una serie de situaciones, tanto a nivel interno, como externo de los Estados, situaciones que polarizan a los ciudadanos en el mundo. Así, se presentan enfrentamientos sobre temas lingüísticos, de autonomía regional o de representación política. Mientras en Oriente, se trata de establecer instituciones democráticas liberales, esfuerzo que se ve debilitado por los conflictos nacionales violentos; en Occidente, los conflictos respecto a los derechos de los inmigrantes y los pueblos autóctonos, rompen antiguos paradigmas políticos. A su vez, después de finalizada la Guerra Fría, los conflictos etnoculturales entre Oriente y Occidente se convierten en el origen más común de la violencia política en el mundo (el choque de civilizaciones).[8]
Hallar respuestas adecuadas y políticamente viables a dichas cuestiones es el principal desafío al que se enfrentan las democracias en la actualidad.[9] Frente a esa innegable realidad, las políticas de gobierno de sociedades multiétnicas y multiculturales asumen dos posturas diferentes, según su carácter democrático o antidemocrático: la asimilación, que pretende integrar las diferencias dentro del grupo mayoritario y de ese modo, diluirlas o en el peor de los casos, llegar hasta la eliminación física o coacción de los miembros de los grupos minoritarios para que abandonen su cultura, imponiéndoles el lenguaje, la religión y las costumbre del grupo mayoritario; y el pluralismo, posición más democrática que reconoce y respeta la diferencia y la diversidad. En esa perspectiva, debe tenerse en cuenta que la identidad étnica, además de ser componente de la identidad cultural, es base del reconocimiento de la pluralidad cultural, propia de los Estados democráticos.
A su vez, el orden jurídico asume diferentes posturas, en base a los planteamientos de la Filosofía Política y de la Antropología. Así, la relación entre el Derecho y las diferencias, según Ferrajoli [10], puede darse de distintas maneras:
1) Indiferencia jurídica de las diferencias: estas no se valoran ni se disvaloran, solo se ignoran. Ni siquiera podría hablarse de relación entre el Derecho y las diferencias, pues estas no existen para aquel.
2) Diferenciación jurídica de las diferencias: se valoran algunas identidades en desmedro de otras, siendo así que las primeras resultan con un status privilegiado, del cual derivan derechos y poderes. Las segundas, por el contrario, resultan con status discriminatorio y víctimas de exclusión. Esta situación se da, por ejemplo, en países en los que existe más de una minoría étnica, y el Estado solo reconoce a una de ellas.
3) Homologación jurídica de las diferencias: en este caso, se niegan e ignoran las diferencias; son pretexto del abstracto principio de igualdad. Se ejecuta una homologación jurídica que elimina normativamente las diferencias, asumiendo una sola identidad.
4) Igual valoración jurídica de las diferencias: se sustenta en el principio de igualdad de los derechos fundamentales y las garantías correspondientes.
La mejor respuesta a las diferencias, que es -sin duda alguna- la última de ellas, la trae el Estado Constitucional de la transmodernidad, caracterizado por el pluralismo. Así, la Constitución en esta etapa histórica, asume el rol de reconocimiento y protección de los derechos de todos los colectivos culturales minoritarios, sin discriminación alguna, asumiendo su rol de ciencia de la cultura, como la ha llamado magistralmente Peter Häberle. La Constitución del Estado constitucional es la Constitución del pluralismo, y está actualmente, enfrenta desafíos en el ámbito nacional, regional y mundial.
El Estado nacional clásico ya no puede ser el modelo obligatorio para el Estado constitucional de la transmodernidad. En la etapa actual de desarrollo, todos los Estados constitucionales deben ser pluralistas; particularmente, deben descubrir su pluralidad cultural interna y tomar en serio la democracia. Así, la protección plena de las minorías étnicas, culturales y religiosas pertenece a la actual etapa de desarrollo del tipo de Estado constitucional.
En ese sentido, la mayoría de Constituciones de Latinoamérica, y particularmente, las de los países andinos, reconocen ciertos niveles de autonomía a favor de las comunidades campesinas y nativas, en base al reconocimiento de su derecho a la identidad cultural. Así, el art. 30 de la Carta Política de Bolivia y el art. 82 del Perú consagra dicha autonomía en su organización, trabajo comunal, uso y libre disposición de sus tierras, así como en lo económico y administrativo.
Sin embargo, el tema no se agota allí, ya que es preciso detenerse, a fin de analizar el sustento de dicho reconocimiento. Will Kymlicka[11] propone hasta 3 razones para reconocer y garantizar derechos diferenciados a los grupos minoritarios, que podríamos sintetizarlas del siguiente modo:
1º El argumento de la igualdad a través del reconocimiento de las diferencias, evitando la discriminación y el trato preferente a la cultura mayoritaria. No se trata de la igualdad simple, pues ella no garantizaría por sí sola el derecho de las diferencias; nos encontramos más bien frente al concepto de la igualdad compleja, en estrecho vínculo con la ciudadanía compleja.
2º El argumento de los pactos o acuerdos históricos, los que se suscriben cuando se incorporan ciertos grupos dentro de unidades estatales más amplias, o cuando se incorpora grupos autóctonos en el pacto fundacional del Estado, cuyos derechos quedan garantizados a través de esos pactos. Ejemplo de dichos pactos es el Tratado de Waitangi, suscrito en 1840 entre los jefes maoríes y los colonos británicos en Nueva Zelanda, si bien fue cuestionado en 1877, ha resurgido con mucha fuerza a partir de 1990.
3º El argumento del valor de la diversidad cultural, que no constituye por sí mismo un argumento fuerte para el reconocimiento de derechos diferenciados, según lo sostiene el mismo Kymlicka. Si bien es cierto, la sola diversidad no es argumento fuerte para los derechos diferenciados; en nuestra opinión, sí lo es el derecho humano a la identidad cultural, que no puede ser desconocido en un Estado Constitucional pluralista. Este derecho garantiza que el grupo mayoritario no pueda imponer a las minorías sus propios patrones culturales ni erguirse como cultura dominante.
II. Pluralismo y globalización
Como lo hemos analizado en páginas anteriores, la filosofía de la Ilustración fue la base de la Modernidad, época en la cual se ponderó al hombre como individuo y, especialmente, como ser racional.
La razón constituía, entonces, el criterio más importante, aquel que todo ser humano debía poseer al momento de argumentar y opinar sobre las cosas; más todavía, tratándose de la estructuración de organizaciones sociales. Bajo este discernimiento, el hombre debía ser capaz de formarse una opinión por sí mismo. De allí, se gestó la célebre frase “atrévete a pensar por ti mismo”.
Con el nacimiento de esta nueva línea de pensamiento, todo lo anterior resultaba fuera de lugar y generaba desconfianza. En consecuencia, lo tradicional perdió vigencia, las antiguas formas culturales se eliminaron, y en su lugar, quedaron los individuos bajo un paradigma de igualdad. Señalado el camino y siendo la razón la guía fundamental, se impuso un nuevo Derecho general, en detrimento de los que regían localmente.
Precisamente, este Derecho general obedecía a la filosofía de uno de los pensadores más influyentes de esta etapa histórica: Immanuel Kant. Este teórico sugirió la necesidad de la generalidad como sustento de la sociedad moderna, y en consonancia con ella, la razón universal emanada de la propia naturaleza humana, más allá de eventuales diferencias. Su planteamiento daba por sentada la existencia de una sola sociedad humana, única; cuyos miembros tenían que someterse a las mismas leyes. En este marco teórico, los diversos grupos o culturas, terminaban siendo solo “aspectos anecdóticos”. Para Kant [12], el logro del equilibrio y la paz se hacía posible con la disolución de las diferencias y el establecimiento de un único Derecho universal.
En la Modernidad, la necesidad de simplificar y uniformizar, se reflejó en todos los niveles: social (igualdad de todos los hombres), político (el centralismo del Estado), y jurídico (el Derecho se despoja de todo localismo y se convierte en sistema: autopoiesis).
La Modernidad intentó pues, cancelar las diferencias culturales, con el objeto de crear una sola humanidad formada por hombres libres e iguales. Tuvo animadversión contra las diferencias culturales, autonomías regionales y el pluralismo jurídico.
¿Cuál será el derrotero del Derecho en la transmodernidad? ¿Se apartará definitivamente de todo aquello que lo caracterizó en la Modernidad (con la cual se encuentra genéticamente ligado), como por ejemplo sus efectos homogenizadores, y optará, en contradicción, por las diferencias? O más bien, fiel a su ligazón genética, ¿profundizará en aquello que le dio origen? No debemos olvidar que la Globalización, como uno de los factores de la transmodernidad, según sus analistas, es un fenómeno de contrastes, en el que se combinan procesos de homogenización con la diversidad local, identidad nacional y étnica.
En las sociedades de la actualidad y en el sistema mundial, el campo jurídico se presenta con una génesis diversa que opera en espacios y tiempos locales, nacionales y transnacionales. Esta nueva concepción del campo jurídico significa que cada acción socio-jurídica está enmarcada en tres tiempos y espacios: local, regional y mundial; de los cuales, si bien uno es dominante, es natural que el hecho socio jurídico no puede ser entendido a cabalidad, si no se tienen en cuenta otros espacios y tiempos, y sus vinculaciones con el espacio y tiempo dominante.[13]
a. El globalismo jurídico
El Estado nacional clásico ya no puede ser el modelo para el Estado constitucional de la transmodernidad. Los tiempos del Estado unitario centralista han concluido.
La Constitución del Estado constitucional es la Constitución del pluralismo, y esta, actualmente enfrenta desafíos especiales, tanto en el ámbito interno (regionalización, federalización, comunidades autónomas, etc.), como en el ámbito externo, caracterizado por la apertura de todos los Estados constitucionales hacia la comunidad de las naciones. Es el Estado abierto (K. Vogel), el que constituye un concepto clave en la actual etapa de desarrollo del ente estatal, en la era de la globalización.
Paralelamente, la globalización o mundialización tiene también repercusiones en el Derecho, en diferentes ámbitos (externo e interno) y niveles (estructurales, formales y pragmáticos). Y es que “la transnacionalización del campo jurídico es un elemento constitutivo de los procesos de globalización”.[14] En esta etapa histórica, el Estado ya no es el único centro de producción normativa que conforma el sistema jurídico interno (autopoiesis), sino que ahora además, existen diferentes centros de producción (heteropoiesis), a nivel local (Derecho Consuetudinario), Regional (unión de Estados) y Mundial (Sistema Universal de Derechos Humanos).
En tal situación, los Estados ya no mantienen su absoluta soberanía en esos temas, sino que actúan como partes o nodos de una red más amplia en la que comparten funciones en el ámbito externo e interno, lo que nos ubica frente a un nuevo orden político amplio y complejo.
Así, en el ámbito externo del segundo nivel, en el plano normativo, inspirado en el universalismo kantiano, se postula la globalización del Derecho, con el presupuesto de un ordenamiento jurídico universal, que tiene como sustento los derechos humanos, y como fin, la búsqueda de la paz mundial.
El Globalismo Jurídico [15] es una línea filosófica-jurídica, cuyos orígenes podrían remontarse a la idea kantiana del “Derecho Cosmopolita”, como una versión del cosmopolitismo kantiano desarrollada en el siglo XVIII. Dicha línea de pensamiento estuvo inspirada en las ideas de los antiguos griegos, y en particular, del estoicismo romano, filosofía gracias a la cual la idea del kosmou politês tiene su primer desarrollo. La propuesta de Kant es la de una ciudadanía mundial, la que no implica propiamente la creación de un Estado mundial, ya que se trata de un ideal regulativo.
La nueva puesta en valor del pensamiento de Kant, a través de escuelas como la de Marburgo, definieron esta nueva línea filosófica, desarrollada en el siglo XX; en primera instancia, a través de la obra del jurista Hans Kelsen, y luego, con la “Teoría política” y la “Filosofía del Derecho” del italiano Norberto Bobbio, quien postula la tesis del “pacifismo jurídico”. Por su parte, el profesor americano Richard Falk, así como el inglés David Held, son los propulsores de esta propuesta en la cultura angloamericana. En Alemania, el abanderado del pacifismo kantiano es el filósofo Jürgen Habermas.
El Globalismo Jurídico postula la unidad moral del género humano, y sobre esta base filosófica, plantea cuatro tesis: la unidad del ordenamiento jurídico a nivel global; la primacía del Derecho internacional; la incompletitud de los ordenamientos jurídicos estatales; y la necesidad de abandonar la idea de soberanía del Estado.
Recordemos que la filosofía kantiana, base del Globalismo Jurídico, predica la globalización del Derecho: un único ordenamiento legal que subsuma cualquier otro ordenamiento menor. En otras palabras, el Derecho sería sinónimo de legislación universal, y esta se lograría uniformizando gradualmente las políticas, ordenamientos legales y culturas, en una suerte de imperialismo cultural.
Esta forma de unificación debe iniciarse con el Derecho. Para ello, la homologación de las normas debe quedar en manos de un organismo internacional, que para los efectos, tomaría las características de un Parlamento mundial. En este contexto, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se convertiría en la norma fundamental bajo la cual se regiría el comportamiento de todos los individuos y de los Estados. Las circunstancias se repetirían en cuanto a la interpretación y aplicación del Derecho Penal, como jurisdicción universal y obligatoria.
Si el mundo globalizado implica una serie de ventajas, la dimensión de los problemas que se suscitan es enorme, y por tanto, la solución también tiene que ser global. En este mismo camino teórico, los que sostienen esta propuesta recalan en la necesidad de reforzar las funciones de instituciones internacionales de antigua existencia, en vista del detrimento del poder coercitivo de los Estados. Una de las más representativas es la Organización de Naciones Unidas (ONU), y como tal, tendría que incluir en su agenda internacional temas relacionados con la paz, los derechos humanos, el medio ambiente, el terrorismo, entre otros.
Para sustentar la centralización jurídica y política, se utiliza la analogía interna (domestic analogy), la que ha dado buenos resultados para controlar la violencia en el interior de los Estados; por tanto, según esta misma línea de pensamiento, la concentración del poder en una autoridad supranacional es el mejor camino para construir un mundo seguro y pacífico.
Pero si el modelo político a seguir en siglos pasados obedecía al de Westfalia (1648), las exigencias de un nuevo tipo de sociedad diluyen los parámetros establecidos por el mismo. Westfalia consagró el principio de la soberanía territorial, por el que los Estados no reconocían autoridad superior, y este, hoy en día, se convierte en un obstáculo en la solución de conflictos y problemas a nivel mundial.
Este es un motivo poderoso, para los propulsores de esta línea teórica, para que propongan la creación -y la modificación de los existentes- de nuevos y enérgicos organismos con jurisdicción supranacional, tanto de índole judicial, como policial. Dichos entes serán dotados de poder autónomo de coerción y de una fuerza militar internacional, y serán capaces de superponerse a la soberanía de los Estados, y en algunos casos, de reducir su jurisdicción interna.
Como hemos puntualizado, las exigencias de este nuevo orden mundial, han provocado que el “globalismo jurídico” se convierta en una corriente teórico-jurídica de amplia aceptación. La complejidad de sus propuestas no ha logrado menguar los ímpetus de sus seguidores, a pesar de las dudas que pudiera generar la idoneidad de un orden jurídico supranacional, destinado esencialmente, al sostenimiento de la paz.
Es verdad que el “globalismo jurídico” tiene un feliz desenvolvimiento a partir de la caída del muro de Berlín y el fin del mundo bipolar. [16] Sin embargo, si buscamos un momento decisivo en el quiebre de la soberanía de los Estados, podemos encontrarlo en el contexto de la Guerra del Golfo. En aquella ocasión, las grandes potencias pusieron en práctica el llamado “intervencionismo humanitario”, gracias al cual se atribuían injerencia en los asuntos internos de los países en conflicto. Este ejercicio se ha repetido en varias ocasiones, y en similares circunstancias.
Un ejemplo exitoso de la intervención de un organismo supranacional en un ámbito nacional es el caso del Tribunal Penal Internacional, creado para la ex Yugoslavia y para Ruanda, a instancias del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Otro Tribunal, llamado también Corte Penal Internacional -con competencia permanente y universal-, cumple también la función de represión de crímenes de lesa humanidad y de crímenes de guerra, sea cual sea el lugar de comisión, y sea quien sea el criminal. Para hacer efectivo su poder coercitivo, las Naciones Unidas han puesto a su disposición, en La Haya -sede de diversos tribunales internacionales-, una “cárcel supranacional”. En la actualidad, pueden signarse en 106, los países que se han adherido al Estatuto de Roma (1998), instrumento que dio origen a la Corte Penal Internacional.
En esa línea de argumentación, si bien es cierto que los postulados universalizantes de Hans Kelsen y de Jürgen Habermas persiguen una noble finalidad, “el mantenimiento de la paz mundial”; sin embargo, tienen un fundamento eminentemente teórico, dejando de lado la forzosa relación existente entre la norma y la realidad (procesos económicos y culturales). En el fondo, es la expresión de un prejuicio etnocéntrico (occidental) de un sistema jurídico único, sustentado en un proyecto de unificación del mundo, pero que se muestra indiferente respecto a identidades culturales, políticas y tradiciones jurídicas diferentes a la occidental. Pero además, Kelsen y Habermas no nos dicen nada de la estrecha conexión que existe entre el Derecho Internacional, la política internacional y la fuerza militar.
Un análisis serio del problema del orden y la paz internacional, de un lado, debe considerar que mientras existan entre los Estados las profundas disparidades de poder, riqueza y de recursos científico-tecnológicos, se cierne un gran peligro en el mundo, desde que el orden y la paz mundial deben ser garantizados a través de instrumentos coercitivos de índole jurídica, económica o militar.
Asimismo, no deben perderse de vista las funciones del Estado, en la salvaguarda de las identidades de los pueblos que alberga en su territorio, protegidos por el derecho humano a la identidad cultural. Se impone pues, la búsqueda de un equilibrio en la globalización, un punto medio entre la universalización de la identidad humana y las particularidades de la identidad étnica.
Por otro lado, la globalización nos enfrenta al fenómeno de la inmigración, el cual se constituye en uno de los contextos de la multiculturalidad.[17] Se pensó, en principio, que la inmigración no provocaría un cambio cultural significativo; sin embargo, la realidad se impuso cuando los migrantes respondieron con el desarrollo de comunidades étnicas, con su propia estructura cultural, social, económica y política.[18]
Así, al empuje de la realidad, países europeos, como Suecia y Holanda, optaron por políticas multiculturales. El fenómeno se dio en 1975 y 1979, respectivamente. Por otro lado, Gran Bretaña se inclinó por un cambio paulatino, a través de diversas estrategias sociales y la instauración de una educación multicultural. En el mismo aspecto educativo, Francia y Alemania se distinguieron, aunque no se decidieron por un modelo multicultural desde la vertiente política.
La multiculturalidad generó en el mundo diversas reacciones: algunas positivas, destinadas a buscar un nuevo modelo político y social, acorde con la realidad; otras negativas, de fuerte rechazo. Este último suceso tuvo su mayor incidencia a mediados de la década de los noventa, y se produjo como resultado de los temores de los partidos políticos y ciertos sectores de los medios de comunicación de algunos países. La tesis postulada colocaba a la inmigración y el multiculturalismo como serias amenazas para la identidad nacional y la cohesión social.
Uno de los países, que coincidieron con esta postura crítica, fue Canadá, que a la fecha, se encuentra alejado de las vías multiculturales. Otro ejemplo es Australia, que desde 1996, ha optado por no implementar ninguna medida a favor de las minorías, trátese estas de inmigrantes o de aborígenes. Mientras tanto, países europeos como Suecia y Holanda han menguado sus ímpetus multiculturales, poniendo énfasis solo en la integración educativa y ocupacional.
Estas oscilaciones entre la adopción de modelos multiculturales y las reacciones en contra, como la negación de la pluriculturalidad por las políticas gubernativas, de ninguna manera significan su inexistencia, pero tensionan las relaciones de los grupos minoritarios con los entes del poder dominante y las propias relaciones entre las personas, lo que hay que evitar, en salvaguarda de la paz social.
En este marco de la globalización, cuyo avance es imparable -“que no incorregible”-, según connotados estudiosos del fenómeno como Giddens [19], la Constitución, en los debilitados Estados, se presenta como un elemento que vertebra la identidad cultural. El compromiso cultural de la constitución se nos presenta como un compromiso esencialmente pluralista, sin que ello pueda ser contemplado como fuerza disgregadora. La Constitución entraña un conjunto de valores sedimentados en un legado histórico-cultural, que el propio texto constitucional consolida y fortalece.
La teoría de la Constitución, como forjadora de los procesos culturales que ella desarrolla y en los que se halla inmersa, emerge entonces, como: “el logro cultural por antonomasia, una cristalización cultural resultante de la unión entre el pueblo y la dignidad humana, entre la razón y la libertad, entre los intereses particulares y el bien común, entre el poder y el Derecho”.[20]
Este nuevo papel de la Carta se da en un marco de pérdida de protagonismo del texto constitucional y el sostenimiento de los procesos socioeconómicos a la fuerza normativa de sus postulados, lo que fuerza al Estado social a plegarse a los dictados de la economía transnacional y a las exigencias del nuevo orden global. De allí que algunos autores han proclamado la reducción de la Constitución a un mero valor simbólico, reducción explicada por el vaciamiento normativo precisado. Esta tendencia a convertir el texto constitucional en un documento simbólico, una especie de Carta Magna de la identidad nacional, ha cristalizado recientemente la tesis del “patriotismo constitucional”.
Frente al llamado “patriotismo constitucional”, en el seno del Estado, en la era global, existe la vía del “cosmopolitismo constitucional”, que no puede cifrarse en la reducción de la pluralidad a una homogeneidad artificial y forzada. No se debe tratar de suprimir los complejos ordenamientos jurídicos estatales, sino de articular mecanismos válidos de interconexión que hagan efectiva la vigencia del principio democrático.
El proyecto de una Constitución cosmopolita debe tratar de asegurar la efectivización de los derechos humanos, a través de un completo sistema de garantías, inspiradas en las exigencias normativas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.[21]
Este nuevo constitucionalismo, según Petrella [22], debería articularse a partir de cuatro grandes contratos mundiales, los que sentarían las bases de un Derecho global, capaz de abordar con decisión los problemas del mundo contemporáneo: a) un contrato global para la satisfacción de las necesidades básicas, que permitiera la supresión de desigualdades socio-económicas ilegítimas. La realización de este objetivo demandaría una reestructuración profunda del orden económico mundial y de instituciones emblemáticas, tales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, o la Organización Mundial del Comercio; b) un contrato global para la paz, la tolerancia y el diálogo entre culturas que exigirá la articulación de un modelo de derechos humanos capaz de combinar universalismo y multiculturalidad; c) un contrato planetario sobre el desarrollo sostenible, que restablezca la armonía entre progreso y naturaleza, entre técnica y vida. La continuidad de la especie humana y de conjunto del planeta solo se asegurará mediante una explotación racional de los recursos y un modelo de desarrollo que garantice el derecho de las generaciones futuras a una vida digna; y d) un contrato global democrático, para un nuevo régimen político internacional, que rehabilite los canales de participación democrática a nivel supranacional.
Sin embargo, el Globalismo Jurídico, en su versión más ortodoxa, propugnada por Kelsen, sostiene la uniformidad de las culturas, algo que por irreal no puede realizarse, aunque los textos normativos así lo consagraran. Es más, la experiencia demuestra lo contrario, con la globalización que intensifica el flujo migratorio entre diferentes países. La Unión Europea es un ejemplo de ello, y en estos momentos, debe también, afrontar el multiculturalismo.
Como señala Silvina Ribotta [23], no es dable la existencia de una cultura dominante que dé las pautas de acción y pensamiento a las demás, y que se erija en un ente juzgador. Para hacer posible un proyecto cosmopolita, es necesario entablar una línea de diálogo entre las diferentes culturas, a través del cual, se logre una “reideologización” de los derechos humanos, que puedan servir de sustento al pluralismo regional, mundial e internacional.
b. De lo universal a lo local
En la Modernidad, se pretendió borrar las diferencias culturales, con el fin de crear una sola humanidad formada por hombres libres e iguales. Por tal motivo, se mostró animadversión contra las diferencias culturales y el pluralismo jurídico.
El siglo XIX fue pues, el siglo del “Estado de Derecho” de origen liberal, caracterizado por el gobierno de la ley. Fue un Estado legislativo que se afirmaba a sí mismo a través del principio de legalidad.
Este principio consagraba la ley como un acto normativo supremo, superior a cualquier otra instancia, frente a la ley no podía haber oposición. Esta supremacía significó en aquellos años, “la derrota de las tradiciones jurídicas del Absolutismo y del antiguo régimen”. Este Estado de Derecho, en consonancia con el principio mencionado, necesitaba de la sujeción de todas las fuentes del Derecho a la ley.[24]
En consecuencia, la ley se convirtió en la expresión de la centralización del poder político. La eminente “fuerza de la ley” se vincula así a un Poder Legislativo exclusivo. En ese sentido, el principio de legalidad se constituyó en la cima de la tradición absolutista del Estado.
Más el principio de legalidad tuvo otro componente característico en el Estado Liberal de Derecho: la generalidad, considerada la esencia de la ley. Pero la generalidad también está ligada a otro principio, importante en el Estado liberal: la igualdad ante la ley. Sustentada en la generalidad, podía suponerse que el Estado sería imparcial en la aplicación de la ley. Por este motivo, en todas las Cartas constitucionales liberales del siglo XIX, se consagraba el principio de la igualdad, en previsión del uso de privilegios, práctica común en el antiguo régimen.
Con estas consideraciones, la ley poseía una presencia hegemónica; por encima de ella, no había nada más poderoso. La excusa para esta prevalencia estaba en el logro de un contexto político y social ideal, en el cual todo debiera ser homogéneo, incluso la legislación, producida en este caso, por una clase social “homogénea”. “Su coherencia venía asegurada fundamentalmente, por la coherencia de la fuerza política que la expresada, sin necesidad de instrumentos constitucionales ad hoc”.[25]
En contraste, rasgo característico de la sociedad transmoderna, es el pluralismo. Por eso, si a algo podemos asociar a la transmodernidad, pues es la diversidad y el pluralismo. El Derecho, en esta era, debe rescatar la diversidad cultural y normativa, que sin abandonar sus urgencias universalistas, debe establecer un orden dentro de lo variado, una unidad que no sacrifique lo múltiple, y ello es posible gracias al Estado Constitucional.
¿En qué sería diferente un Derecho Postmoderno de un Derecho moderno?, se pregunta Fernando de Trazegnies Granda [26]: “ciertamente, en el reconocimiento de una pluralidad de órdenes jurídicos, ahí donde el Derecho moderno solo quería reconocer un orden jurídico estatal uniforme para todos los ciudadanos”.
Así, el pluralismo jurídico se puede definir como: “la situación en la cual dos o más sistemas jurídicos coexisten en el mismo espacio social, esto es, que dentro de la demarcación de un mismo territorio estatal pueden convivir varios sistemas jurídicos”. En contraste, el monismo jurídico no es, sino el ejercicio exclusivo por parte del Estado de la potestad legislativa y jurisdiccional.
Los antecedentes del pluralismo jurídico como concepto científico, se encuentran en la filosofía antipositivista, de los inicios del siglo XX, como una reacción contra el centralismo o exclusivismo estatal. Sin embargo, es solo hasta los años 80, en que se convierte en tema central de la Sociología y Antropología jurídicas. Se agrega al debate respecto a los ordenamientos jurídicos suspraestatales, que coexisten en el sistema mundial con las normas oficiales del Estado, como con los ordenamientos jurídicos infraestatales, lo que finalmente es otra forma de pluralismo, de carácter “externo”, en contraposición con el que rige al interior del Estado, que según De Sousa Santos[27], se le podría denominar “pluralismo interno”. Es este último, al que se le da el nomen genérico de pluralismo jurídico, el cual es materia de nuestro estudio.
La concurrencia de todos estos sistemas se dan, según De Sousa Santos, en tres espacios y tiempos del campo jurídico: local, nacional y transnacional. En el primero de ellos, rige el Derecho Consuetudinario; en el nacional, el oficial del Estado; y en el transnacional, el regional y el mundial.
Sin embargo, el pluralismo jurídico transmoderno no puede abandonar las enormes contribuciones de la Modernidad, en materias como la racionalidad, la libertad, la formación de un Estado coherentemente organizado; sino que debe apostar por un sistema no rígido que conserve la unidad, pero respetando la diversidad. Gracias a ello, es posible hablar, a la vez, de derechos humanos (noción universal) y del Derecho Consuetudinario de los grupos culturales (noción localista).
En efecto, el pluralismo está recogido en la mayoría de Constituciones de los Estados constitucionales, y se pone de manifiesto en la producción legislativa, a través de ordenamientos jurídicos menores, sectoriales y territoriales, los que se hallan en relación a gobiernos particulares o gobiernos privados.
De esta manera, si en el siglo XIX, el Derecho tenía como característica la estatalidad, particularidad definitoria del positivismo jurídico de ese siglo, en los tiempos actuales, las normas estatales se combinan con los nuevos ordenamientos -sectoriales y territoriales-, en aras de uno de composición plural. Este proceso obedece a otros menores, tales como la descentralización política y jurídica, o la creciente autonomía de algunos grupos, llámense sindicatos, asociaciones profesionales, o en su defecto, grupos étnicos y culturales.
Puede decirse, entonces, que el proceso señalado recorre diversas fuentes para la elaboración de la norma y un nuevo ordenamiento legal, fuentes que, antaño, en el “monismo parlamentario decimonónico”, no eran determinantes.Toda esta serie de cambios en el orden mundial y la urgencia en modificar usos legales antiguos ha producido una crisis en el sistema jurídico, por lo cual, el nuevo Estado constitucional tiene como principal objetivo -en el camino a la unificación- la previsión de un Derecho de amplio espectro, situado en la posición más alta, y de contundente fuerza obligatoria, aún para el legislador. Pero este nuevo Derecho, para ser efectivo, necesita el consenso social suficiente, factible a propósito de una Constitución que sea fiel reflejo de la realidad y que incluya a todos los grupos que pueblan el territorio estatal.
Solo así, el pluralismo no tornará el sistema jurídico en un caos, siempre que en el Estado Constitucional de la transmodernidad, la Constitución sea la expresión de ese conjunto de valores y principios consensuados del conglomerado social diverso que habita en su territorio. “En la nueva situación, el principio de constitucionalidad es el que debe asegurar la consecución del objetivo de unidad”.[28]
Es así como el Derecho transmoderno debe reconocer la pluralidad de órdenes jurídicos, ahí donde el Derecho moderno solo reconocía un sistema jurídico estatal uniforme para todos los ciudadanos (monismo jurídico). Ello, sin embargo, no significa una renuncia a integrar las particularidades dentro de un todo consistente (principio de unidad), porque el Derecho es inconcebible sin una referencia al interés general, propio del Estado Constitucional.
Toda esa radical transformación de la transmodernidad [29] tiene como eje central el proceso de globalización, uno de los factores que la caracterizan; cuyas causas, no solo limitadas al orden económico, provocan importantes consecuencias en estructuras, instituciones y conceptos de la política, del Estado y el Derecho.
En efecto, el actual proceso de globalización incide sobre los actuales sistemas estatales, y afecta no solo a los Estados pequeños en vías de desarrollo, sino también a los grandes Estados democráticos desarrollados.
Los Estados están perdiendo influencia, tanto en el ámbito externo, como interno. En el ámbito externo están cediendo espacios de control frente a ciertos actores y actividades surgidos con el proceso globalizador, en aspectos tales como: la economía, el medio ambiente, las tecnologías de información, las migraciones, el terrorismo internacional y el crimen organizado, etc. En el ámbito interno, se está produciendo el resurgimiento de las solidaridades identitarias, culturales, religiosas o de otra índole, las cuales ponen en cuestión la identidad oficial nacional de los Estados, que tiene su respuesta en “la protección plena de las minorías étnicas, culturales, religiosas, que pertenece a la actual etapa de crecimiento del tipo de Estado Constitucional”[30], lo que da lugar a la aparición de procesos centrífugos, en los que se produce una dispersión de competencias y poderes.
La era de la globalización es pues, también, la era de la diversificación del poder en varias soberanías compartidas, flexibles e interconexionadas entre sí. Justamente, en relación con el fenómeno que viene produciéndose en el interior de los Estados, en las últimas décadas, se produce el reconocimiento del derecho colectivo a la Identidad Cultural, forma general de los Derechos Culturales, los que, si bien es cierto, aparecen junto a los derechos humanos de segunda generación, derechos económicos y sociales, formando una trilogía con ellos; sin embargo, pertenecen a los derechos de tercera generación. Esta mutación puede ser explicada por la redefinición de los derechos culturales, a partir de la “Declaración sobre el Derecho al Desarrollo” -adoptada por las Naciones Unidas en1986-, arribándose a una definición consistente de los derechos culturales como derechos a la identidad.
En ese proceso de reconocimiento, han tenido intervención decisiva las reivindicaciones de los pueblos del tercer mundo. Los hechos demuestran que en muchos lugares del planeta, existen comunidades sociales enteras que no gozan de los derechos más elementales, en razón de su pertenencia a grupos humanos de los denominados pueblos indígenas y tribales.
Una de las condiciones para la construcción de un Estado pluralista es el reconocimiento de los derechos colectivos, esto es, aquellos que surgen de la existencia de grupos que presentan características especiales, enmarcados en el ámbito de los derechos humanos.
Hablamos entonces, de los llamados derechos colectivos, los que están relacionados con aquellos asignados a una minoría, entendida esta como un grupo de individuos que se encuentran en inferioridad -no necesariamente desde la perspectiva cuantitativa del término-, con respecto a otro grupo, al que se ven unidos de modo contingente, dentro del aparato estatal. Los elementos que determinan la condición de inferioridad, según las definiciones contenidas en los instrumentos internacionales, son objetivos (etnia, religión, lengua, posición no dominante) y subjetivos (voluntad del grupo de preservar su identidad específica).
Ahora bien, en el reconocimiento del derecho humano a la identidad cultural, ha sido de gran importancia el aporte del Comunitarismo, corriente que postula el “multiculturalismo” y su exigencia del reconocimiento de la identidad, tanto a nivel individual, como grupal, propugnando la política del reconocimiento igualitario que adoptó varias formas con el paso de los años, y que ahora, retorna en la forma de exigencia de igualdad de status para las culturas.
Asimismo, en contraste, encontramos la política de la diferencia, que se sustenta en la equidad y dignidad universal, lo que hace insostenible la existencia de culturas hegemónicas, por ser un claro rechazo al principio de la igualdad humana. Sin embargo, no debe perderse de vista el principio de prevalencia de la identidad humana universal sobre la identidad étnica, pues es en aquella en que se fundamenta la concepción de la dignidad igualitaria, compatible con la dignidad cultural.
Sin embargo, el reconocimiento del derecho a la identidad cultural y étnica no tiene por qué significar un proceso que conlleve la desestructuración del sistema social y jurídico. No se trata de asumir una visión que cuestione la falta de legitimidad social del derecho occidental, de modo tal que se sobrevalore la costumbre, al punto de pretender restaurar el complejo de particularismos estatutarios propios de la Edad Media.
El reconocimiento de la pluralidad no debe suponer el fomento del caos, de la fragmentación. Al contrario, es precisamente la crisis de la sociedad contemporánea la que produce una sensación de retorno al pasado medieval: el reconocimiento de una única instancia creadora del Derecho depositaria de una cierta legitimidad, y por tanto, dotada de una racionalidad inspirada en el interés general, ha perdido fuerza frente a los nuevos fenómenos de dispersión de poder que enfrenta el Estado en la sociedad actual.
Como sostiene Norberto Bobbio [31], la distorsión entre el modelo del Estado como poder concentrado, unitario y orgánico, y la realidad social lacerada, fragmentada y dividida en grupos antagónicos de poder, que tienden a sobreponerse y pactar treguas entre sí; es lo que obliga a pensar más bien en un regreso al Medioevo. Entonces, frente a la razón abstracta del discurso jurídico tradicional, una visión pluralista debe afirmar un proceso dialogal, de reconocimiento y esclarecimiento, entre la unidad y la diversidad.
Si, como dice Habermas [32], la unidad de la razón solo permanece perceptible en la pluralidad de sus voces, es decir, como posibilidad de entendimiento que ya solo puede venir asegurada procedimentalmente, la validez y trascendencia del Derecho será general, pero no por ello, dejará de depender de las condiciones, bajo las cuales habrán de resolverse los conflictos, es decir, el contexto social, vivido y compartido por los seres humanos que reconocen entre sí, elementos de identidad en la diversidad, entonces, ello nos ubica entre la unidad y la pluralidad.
El reconocimiento de la pluralidad cultural con su correlato en lo jurídico supone el reconocimiento de lo diverso; es decir, trae consigo en forma implícita el efecto emancipante de la liberación de las racionalidades locales. No se trata de garantizar simplemente el reconocimiento de los valores propios y el derecho a la autenticidad. El efecto va más allá, porque implica el auto-reconocimiento como individuo o grupo de pluralidad, de modo tal, que con la liberación de las racionalidades, las diversidades toman la palabra y se hacen reconocer.[33]
En consecuencia, existen dos planos complementarios, desde los cuales se puede abordar el problema de la pluralidad: el primero tiene que ver, en términos generales, con la diversidad de relaciones sociales y económicas al interior de los grupos sociales (pluralismo cultural); y el otro, se vincula al reconocimiento de formas directas en dar solución a sus conflictos, formas no centralizadas de poder del Estado (pluralismo jurídico).
Esta relación directa entre pluralidad cultural y pluralidad jurídica encuentra su sustento filosófico en el pensamiento de Michael Walzer, comunitarista moderado, profesor de Ciencias Sociales del Instituto de Princeton, en su importante libro “Las esferas de la justicia”. Walzer sostiene que no se puede aplicar un principio determinado en momentos históricos distintos ni en sociedades distintas, y que los principios de la justicia son, en sí mismos, plurales, para lo cual utiliza los métodos centrales de la Antropología.
Recordemos que, en pocas palabras, Walzer modifica el concepto de justicia, se opone al concepto tradicional, sustentado en un principio o axioma fundamental, y asigna a la justicia una naturaleza radicalmente pluralista. La justicia es para Walzer, la creación de una comunidad política determinada en un momento dado.
De este modo, el formalismo jurídico, destinado a viabilizar los ideales de la civilización occidental, construido sobre la base de la idea de una racionalidad central de la historia, no puede, por tanto, ser asumida como la única forma de ordenar la conducta de los seres humanos. Si para la visión occidental del Derecho, la fuente principal de producción es la norma jurídica, en tanto, la conceptualización racional del deber ser; es indudable que la emancipación de las racionalidades locales traiga como premisa el reconocimiento de la costumbre (Derecho Consuetudinario), en tanto expresión particular de las diversidades.
Producto de ese conjunto de intereses en el grupo social, se propicia de modo especial, la capacidad de elaborar un concepto propio de justicia. Cada época histórica y, dentro de ella, cada sociedad y cada cultura, tienen una imagen e idea de justicia que se desarrolla en dos niveles: social y jurídico.
Frente al choque de sistemas, entre diferentes formas de ver el Derecho, históricamente, se ha impuesto el sistema dominante, de la misma manera como la sociedad dominante se impone sobre la subordinada en lo político, cultural; sin embargo, no debe perderse de vista que el Derecho Consuetudinario está estrechamente vinculado a otros fenómenos de la cultura, como la estructura familiar, social, religiosa y los valores culturales propios de la etnia, cuyo desconocimiento encarna formas opresivas de discriminación.
Si está plenamente reconocida la pluralidad cultural, este reconocimiento no debe concretarse solo al plano social, sino que, como lógica consecuencia, debe tener un trasunto en el plano jurídico, pues el Derecho en su triple dimensión: hecho, norma y valor, se enmarca dentro de una realidad social, cuyas manifestaciones deben ser respetadas.
Los individuos pertenecientes a un determinado grupo étnico tienen su propia concepción de lo justo e injusto, la que tiene que ver con su identidad y la manera como conciben la realidad. Así, en el interior del grupo, se podrá dar solución a los conflictos que surjan, aplicando sus propias normas (elaboradas según su concepción de justicia), no necesariamente escritas. “De no ser así, el reconocimiento de la pluralidad cultural se diluye y deviene artificial”.[34]
De allí que el reconocimiento de la pluralidad jurídica -ubicada en el segundo nivel del ámbito interno de los efectos de la globalización en el Derecho- significa superar este orden de cosas; sin embargo, la situación se complica en países multiculturales, para los que debe buscarse una solución, a fin de que puedan coexistir diferentes sistemas jurídicos, con sus correspondientes límites de actuación, como son los derechos humanos, sin que ello sirva de división y fragmentación estatal. Ello nos ubica en la pluralidad jurídica, que supone a su vez, la flexibilización del principio de exclusividad de la función jurisdiccional.
Si para la visión occidental del Derecho, la fuente principal de producción del mismo es la norma jurídica, en tanto conceptualización racional del deber ser, es indudable que esta suerte de emancipación de las racionalidades locales, traiga como premisa el reconocimiento de la costumbre, en tanto expresión particular de las diversidades.
La costumbre debe ser entendida en este contexto, como el conjunto de usos y prácticas sociales reiteradas frente a circunstancias semejantes. Estas prácticas y sus usos responden a una forma de organización social de la producción y se desarrollan en relación con un ambiente peculiar y una lógica determinada de relaciones interpersonales al interior de esa organización (comunidad). La organización social, en buena cuenta, constituye la base material de la costumbre y ambas son indesligables.[35]
Producto de este conjunto de intereses en el grupo social, se propicia de modo especial, la capacidad de elaborar un concepto propio de justicia. Está claro que cada época histórica y dentro de ella, cada sociedad y cada cultura, tienen una imagen e idea de justicia que se desarrolla en dos niveles:
a) En el primer caso, se trata de la manera como el conjunto de individuos organizan sus relaciones sociales y económicas, así como las reacciones que en ellos, generan sus propios elementos culturales; y
b) En el segundo nivel, tenemos la justicia deducida de estas relaciones; de este modo, los propios individuos, a través de las relaciones al interior de su organización social, y ante la presencia de conflictos, decidirán fácticamente sobre lo justo o lo injusto.
En consecuencia, existen dos planos complementarios, desde los cuales se puede abordar el problema de la pluralidad. El primero tiene que ver, en términos generales, con la diversidad de relaciones sociales y económicas al interior de los grupos sociales, es decir, el pluralismo cultural; y el otro, se vincula al reconocimiento de formas directas de dar solución a sus conflictos, no centralizadas del poder del Estado, es decir, el plano del pluralismo jurídico, el cual se sustenta en el Derecho Consuetudinario.
Siguiendo a Brandt [36] y Stavenhagen [37], desde la perspectiva pluralista, entendemos por Derecho Consuetudinario aquel que rige en zonas rurales, basado en normas tradicionales, no escritas ni codificadas, y su intento de sincretismo con normas de la sociedad dominante.
La diferencia básica entre el Derecho consuetudinario y el Derecho positivo radica en que este último emana de una autoridad política constituida -Estado-, en tanto que el primero está constituido por un conjunto de costumbres reconocidas y compartidas por la colectividad. El Derecho Consuetudinario está estrechamente vinculado a otros fenómenos de la cultura y de la identidad étnica, como la estructura familiar, social y religiosa de la comunidad y los valores culturales propios de la etnia; por lo tanto, su desconocimiento es la evidencia de que el Derecho y el orden jurídico oficial encarnan formas opresivas de discriminación y reproducen relaciones opresivas, en perjuicio de vastos sectores de la colectividad nacional. Superar este orden de cosas significa reconocer la vigencia de la pluralidad jurídica y del derecho consuetudinario, pero a la vez, supone también flexibilizar el principio de exclusividad de la función jurisdiccional.
El proceso para flexibilizar el mencionado principio ha empezado a gestarse desde la legitimación del ejercicio jurisdiccional, otorgada a las comunidades campesinas y nativas. Así lo establece el art. 179 de la Constitución Política del Bolivia (la jurisdicción indígena originaria campesina).
No obstante lo dicho, el reconocimiento de la pluralidad no significa de modo alguno, volver al pasado medieval. Por lo tanto, la noción del interés general debe ser asumida de manera dinámica, como instrumento que haga viable la articulación de las diferencias. Sin embargo, la aceptación de mecanismos de solución de conflictos ajenos al reconocido por el derecho oficial, no tiene por qué convertirse en un fenómeno de división o fragmentación; al contrario, debe permitir flexibilizar el orden jurídico, para que sin perder su unidad, se mantenga como una totalidad abierta a todas las posibilidades que una realidad pluricultural plantea en forma permanente.
Ahora bien, el ejercicio de la función jurisdiccional no se practica ilimitadamente y sin controles. En el Estado Constitucional de Derecho, no hay espacio ajeno a la soberanía de la Constitución; esto quiere decir que la actuación de las autoridades comunales tiene que guardar armonía con los principios y valores de la Constitución, y fundamentalmente, en fiel respeto a los derechos humanos.
Sin embargo, en relación con estos últimos, se plantea un intenso debate en torno a que si los derechos humanos son universales, como manifiestan algunos, o son más bien relativos, por depender a su vez, del contexto cultural. Lo que nos reconduce una vez más a un debate en clave cultural. Los universalistas se identifican con quienes propugnan el imperialismo de la cultura; en tanto que los relativistas privilegian la diversidad cultural.
Así las cosas, se impone un diálogo intercultural sobre los derechos humanos entre los países de Occidente y los llamados países de Oriente o asiáticos, diálogo en el que podría resultar de suma utilidad el método de la “hermenéutica diatópica”, según la propuesta de Boaventura de Sousa Santos. La propuesta de Sousa tiene el mérito de señalar una vía para iniciar el necesario diálogo intercultural, acerca de los derechos humanos, al destacar la importancia de desarrollar criterios procedimentales interculturales, que nos permitan distinguir entre las políticas que buscan la emancipación de los seres humanos, y aquellas otras que justifican la opresión de algún colectivo humano.
Resulta pertinente reiterar que, en los niveles interno y externo del Estado Constitucional de la transmodernidad, no tiene por qué haber una cultura dominante, una cultura que piense por las demás e indique el camino correcto. También, es bueno recalcar que se impone el diálogo entre las diferentes culturas, respecto a los derechos humanos, los que, consensuados entre las valoraciones de Oriente y Occidente, puedan servir a los fines del pluralismo jurídico.
III. Conclusiones
En conclusión, el globalismo y el pluralismo jurídico tienen la misma vertiente: el proceso globalizador. Ambos tienen contacto directo con los derechos humanos: aquel viene utilizando dicho discurso para los fines globalizadores; este (el pluralismo) se sustenta en el mismo discurso -en su versión contrahegemónica a favor de los menos favorecidos- en un derecho humano colectivo de la transmodernidad, cual es el de identidad cultural. Los dos son expresión externa (el globalismo) e interna (el pluralismo) de los modos del poder que comparten con el Estado en su nueva versión, adaptada a la globalización, en la que ha perdido centralidad y parte de su soberanía.
Así, la globalización y su versión jurídica, el Globalismo Jurídico, no tienen nada que escatimar a la plena vigencia del pluralismo jurídico:
-¿Cómo contradecir sus propios postulados de universalización de los derechos humanos y el reconocimiento del derecho a la identidad cultural? El reconocimiento de los derechos de tercera generación -entre los que se encuentran, los derechos colectivos, una de cuyas expresiones es el derecho a la identidad cultural- se produce en la transmodernidad.
-¿Cómo justificar su actuación antidemocrática, negando el derecho de las minorías? Cuando la democracia es uno de los principales discursos de la globalización y los derechos colectivos son derechos de las minorías.
En definitiva, el Pluralismo Jurídico -derecho de las minorías étnicas, sustentado en el derecho humano a la identidad cultural, de resolver sus conflictos jurídicos, haciendo uso de su propio Derecho Consuetudinario-, aunque resulte paradójico, tiene reconocimiento en la ideología de la globalización.
IV. Bibliografía
1) BOBBIO, Norberto. El Futuro de la Democracia. Torino: Einaudi, 1984, pág. 129.
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3) CASTLES, Stephen. “Jerarquías de Ciudadanía en el Nuevo Orden Global”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº 37-2003: Ciudadanía e Inmigración. Edit. Universidad de Granada. Granada-España, 2003, págs. 9-33.
4) DE SOUSA SANTOS, Boaventura., La Globalización del Derecho: Los nuevos caminos de la regulación y la emancipación”. Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia; Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, ILSA. Santa Fe de Bogotá, D.C. 1998, pág. 20.
5) DE TRAZEGNIES GRANDA, Fernando. Postmodernidad y Derecho. Ara Editores. Lima-Perú, 1996, pág. 83.
6) FERRAJOLI, Luigi. Derechos y garantías: La ley del más débil. Globalismo Jurídico es un término acuñado por Danilo ZOLO, profesor de la Universidad de Florencia- Italia, en I Signori della Pace. Una crítica del Globalismo Giuridico. Carocci Editore. Roma, 1998, pág. 13.
7) GIDDENS, Anthony. La Tercera Vía y sus críticos. Taurus, Madrid, 2001, pág. 170. (El entrecomillado es nuestro).
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10) HÄBERLE, Peter. Teoría de la Constitución como Ciencia de la Cultura. Tecnos, Madrid, 2000, pág. 106. GONZALES MANTILLA, Gorki. “Identidad Cultural y Paradigma Constitucional”, en revista El Derecho. Colegio de Abogados de Arequipa. Arequipa-Perú, págs. 80-90.
11) HUNTINGTON Samuel. El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Ediciones Paidós Ibérica S.A., Buenos Aires, 1997.
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13) KYMLICKA Will. Ciudadanía multicultural: Una teoría liberal de los derechos de las minorías. Ediciones Paidós Ibérica S.A., 1996, pág. 13.
14) MARTÍN VIDA, María Ángeles. “Igualdad, Diferencia y Reconocimiento de Derechos Específicos en el Contexto de las Sociedades Multiculturales”, en Derecho Constitucional y Cultura: Estudios en Homenaje a Peter Häberle. Coordinador Francisco Balaguer Callejón. Editorial Tecnos, Madrid, 2004, págs. 715-728.
15) PETRELLA, Ricardo. Límites a la Compétitivité, Pour un nouveau contrat mondial, cit. por DE JULIOS CAMPUZANO, Alfonso, en “Globalización y Constitucionalismo: una Lectura en Clave Cosmopolita”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº 36-2002: El Derecho de una Democracia Cosmopolita. Edit. Universidad de Granada. Granada-España, 2002, págs. 151-171.
16) PISARELLO, G. Constitucionalismo, mundialización, y crisis del concepto de soberanía: algunos efectos de América Latina y en Europa. Universidad de Alicante, Alicante, 2000, pág. 38.
17) POL LIMPIAS, Carlos. “Los principios Constitucionales desde una concepción amplia”. Publicado en la Revista Jurídica de San Luis, Argentina, Cita: IJ-DXL-551.
18) RIBOTTA, Silvina Verónica. Globalización versus Derechos Humanos. Instituto de Gobernabilidad de Cataluña. Disponible en: http//www.revis tafuturos.in fo/futuro s_3/globali zacion3 .htm.
19) STAVENHAGEN, Rodolfo, “Derecho Consuetudinario Indígena en América Latina”, en Entre la ley y la costumbre, Instituto Indigenista Interamericano e IIDH, México, 1990, pág. 223.
20) ZAGREBELSKY, Gustavo. El Derecho dúctil. Editorial Trotta, 3º Ed., Madrid, 1999, pág. 24.
21) ZAPATA-BARRERO, Ricard. “La Ciudadanía en Contextos de Multiculturalidad”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº 37-2003: Ciudadanía e Inmigración. Edit. Universidad de Granada. Granada- España, 2003, págs. 173-199 DE TRAZEGNIES GRANDA, Fernando. Postmodernidad y Derecho. Ara Editores. Lima-Perú, 1996, pág. 83.
Notas -
[1] Doctorando en Derecho con Mención en Sistema Jurídico Plural.
[2] KYMLICKA Will. Ciudadanía Multicultural: Una Teoría Liberal de los Derechos de las Minorías. Ediciones Paidós Ibérica S.A., 1996, pág. 14.
[3] “Cultura”, en una de sus acepciones, según Kymlicka, es “una comunidad intergeneracional más o menos completa institucionalmente, que ocupa un territorio o una patria determinada y comparte un lenguaje y una historia específicas”. KYMLICKA, Will, Op. cit. pág. 36. En tanto, la “multiculturalidad”, según Matteo Gianni, es la interactuación de culturas diversas, de forma significativa, en la sociedad. GIANNI, Matteo, “Reflessioni su multiculturalismo, democrazia e cittadinanza”, en Quaderni di Diritto e Polìtica Ecclesiástica, Nº 1, abril 2000, pág. 3.
[4] ZAPATA-BARRERO, Ricard. “La ciudadanía en contextos de multiculturalidad: procesos de cambios de paradigmas”; en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº37-2003: Ciudadanía e inmigración. Edit. Universidad de Granada. Granada, España, 2003, págs. 173-199. Según el mismo Zapata Barrero, el término “Multiculturalismo” tiene por lo menos, dos usos: como hecho y como valor. En el primer caso, describe un hecho evidente: la coexistencia dentro de un mismo territorio (estatal) de culturas diferentes; en el segundo, se refiere a un modelo de sociedad, donde la relación entre todas las culturas existentes es de igualdad, y donde todas ellas tienen un mismo reconocimiento en la esfera pública. En este último caso, según la mayoría de opiniones, se está frente al denominado “Pluralismo cultural”, vale decir, el reconocimiento constitucional o legal del multiculturalismo.
[5] KYMLICKA, Will. Op. cit., pág. 26.
[6] MARTÍN VIDA, María Ángeles. “Igualdad, Diferencia y Reconocimiento de Derechos Específicos en el Contexto de las Sociedades Multiculturales”; en Derecho Constitucional y Cultura: Estudios en Homenaje a Peter Häberle. Coordinador Francisco Balaguer Callejón. Editorial Tecnos, Madrid, 2004, págs. 715-728.
[7] Ver cita Nº 186.
[8] HUNTINGTON Samuel. El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Ediciones Paidós Ibérica S.A., Buenos Aires, 1997.
[9] KYMLICKA Will. Ciudadanía multicultural: Una teoría liberal de los derechos de las minorías. Ediciones Paidós Ibérica S.A., 1996, pág. 13.
[10] FERRAJOLI, Luigi. Derechos y garantías: La ley del más débil. Trotta, Madrid 1999, pág. 74.
[11] KYMLICKA, Will. Op. cit, págs. 151 y ss.
[12] KANT Immanuel, The Methaphisical Elements of Justice. Part I of the Methaphisical of Morals. USA, 1965, pág. 126.
[13] DE SOUSA SANTOS, Boaventura, La Globalización del Derecho: Los nuevos caminos de la regulación y la emancipación”. Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, ILSA. Santa Fe de Bogotá, D.C. 1998, pág. 20.
[14] DE SOUSA SANTOS, Boaventura, Op. cit. pág. 69.
[15] Globalismo Jurídico es un término acuñado por Danilo ZOLO, profesor de la Universidad de Florencia, Italia, en I Signori della Pace. Una crítica del Globalismo Giuridico. Carocci Editore. Roma, 1998, pág.13.
[16] La idea del fin de la historia, desarrollada luego por Francis Fukuyama, caracteriza la transmodernidad. Este último término ha sido utilizado, en primer lugar, por Warat, cuyos caracteres son bastante conocidos, y a los cuales se refiere Luís Fernando Coelho de la Universidad Paranaense (Brasil). “La Transmodernidad del Derecho”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº 35-2001: Orden económico internacional y derechos fundamentales. Edit. Universidad de Granada. Granada-España, 2001, págs.151-160.
[17] ZAPATA-BARRERO, Ricard. “La Ciudadanía en Contextos de Multiculturalidad”; en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº 37-2003: Ciudadanía e Inmigración. Edit. Universidad de Granada. Granada, España, 2003, págs.173-199.
[18] CASTLES, Stephen. “Jerarquías de Ciudadanía en el Nuevo Orden Global”; en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº 37-2003: Ciudadanía e Inmigración. Edit. Universidad de Granada. Granada-España, 2003, págs. 9-33.
[19] GIDDENS, Anthony. La Tercera Vía y sus críticos. Taurus, Madrid, 2001, pág. 170. El entrecomillado es nuestro.
[20] HÄBERLE, Peter. Teoría de la Constitución como Ciencia de la Cultura. Tecnos, Madrid, 2000, pág. 106.
[21] PISARELLO, G. Constitucionalismo, mundialización, y crisis del concepto de soberanía: algunos efectos de América Latina y en Europa. Universidad de Alicante, Alicante, 2000, pág. 38.
[22] PETRELLA, Ricardo. Límites a la Compétitivité, Pour un nouveau contrat mondial, cit. por DE JULIOS CAMPUZANO, Alfonso, en “Globalización y Constitucionalismo: una Lectura en Clave Cosmopolita”; en Anales de la Cátedra Francisco Suárez Nº 36-2002: El Derecho de una Democracia Cosmopolita. Edit. Universidad de Granada. Granada-España, 2002, págs. 151-171.
[23] RIBOTTA, Silvina Verónica. Globalización versus Derechos Humanos. Instituto de Gobernabilidad de Cataluña. Disponible en: http//www.rev Istafutu ros.info/fu turos_3/globaliz acion3.ht m.
[24] ZAGREBELSKY, Gustavo. El Derecho dúctil. Editorial Trotta, 3º Ed., Madrid, 1999, pág. 24.
[25] ZAGREBELSKY, Gustavo. El Derecho dúctil. Editorial Trotta, 3º Ed., Madrid, 1999, pág. 24.
[26] DE TRAZEGNIES GRANDA, Fernando. Postmodernidad y Derecho. Ara Editores. Lima-Perú, 1996, pág. 83[27] DE SOUSA SANTOS, Boaventura. Op. cit., pág. 318.
[28] ZAGREBELSKY, Gustavo. Op. cit., pág. 40.
[29] Ibíd. Capítulo II “El Estado y el Derecho en la transmodernidad”.
[30] HÄBERLE, Peter. El Estado Constitucional. Universidad Nacional Autónoma de México- Fondo Editorial, 2003, pág. 29.
[31] BOBBIO, Norberto. El Futuro de la Democracia. Torino: Einaudi, 1984, pág. 129.
[32] HABERMAS, Jurgen. Pensamiento Postmetafìsico. Taurus Humanidades, México, 1990, pág. 157.
[33] GONZALES MANTILLA, Gorki. “Identidad Cultural y Paradigma Constitucional”; en revista El Derecho. Colegio de Abogados de Arequipa. Arequipa-Perú, págs. 80-90.<
[34] STAVENHAGEN, Rodolfo, “Derecho Consuetudinario Indígena en América Latina”, en Entre la ley y la costumbre, Instituto Indigenista Interamericano e IIDH, México, 1990, pág. 223.
[35] Ver el Cuadro de los “Efectos de la Globalización en el Estado y El Derecho”, en el Capítulo II.
[36] BRANDT, Hans-Jurgen. En nombre de la paz comunal. Un análisis de la justicia de paz en el Perú. Centro de Investigaciones Judiciales de la Corte Suprema de la República-Fundación Friedrich Naumann, Lima-Perú, 1990, pág. 160.
[37] STAVENHAGEN, Rodolfo. Derecho Consuetudinario Indígena en América Latina, en Entre la ley y la costumbre, Instituto Indigenista Interamericano e IIDH, México, 1990, pág. 225.