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doctrina | Ambiental | Consumidor

LA FIESTA DEL PROGRESO: Reflexiones sobre consumo sustentable y disposición final de residuos electrónicos en Argentina

La raza humana tendrá que salir de la Tierra si quiere sobrevivir.

                         Stephen Hawking

 

            1. Introducción

            Desde sus orígenes y a través del “trabajo social” como actividad creadora y colectiva, el devenir de las culturas y sociedades humanas ha estado signado por una relación dialéctica, por un vínculo simbiótico entre las personas y el ambiente natural que las rodea, por una mutua incidencia transformadora. Los pueblos construyeron e innovaron incesantemente sus medios de vida, desde las primeras herramientas líticas fabricadas hace millones de años, siempre interviniendo sobre los recursos naturales. A su vez, las sociedades mismas fueron transformadas por las posibilidades y limitaciones que el mismo entorno les iba imponiendo. Producto, en parte, de estas complejas interrelaciones, la especie humana ha llegado a constituir (como pensaba Claude Lévi-Strauss) una síntesis inescindible, diversa, misteriosa, entre Cultura y Naturaleza.

            En la Edad Contemporánea, con la Revolución Industrial y la consolidación del sistema capitalista como modo de producción a escala mundial, se ha tensado y resquebrajado, como nunca antes, aquella relación. Indudablemente, el gran desarrollo de la ciencia y de las innovaciones tecnológicas expandieron la capacidad productiva hacia umbrales desconocidos en la historia, y con esto emergió la posibilidad de procurar medios de vida a un número potencialmente mayor de personas en todo el mundo. Sin embargo, un lado oscuro del denominado “progreso” iniciado a finales del siglo XVIII, significó la intensificación depredadora y el reparto escandalosamente desigual de las actividades extractivas, de transformación y de apropiación de la naturaleza. No pocos especialistas denuncian en la actualidad los daños irreversibles que impactan en el medioambiente, así como los temibles peligros futuros derivados de la expansiva mercantilización de los recursos naturales. Lo que está en juego, sin duda, es la supervivencia en la Tierra y de la Tierra; la calidad de vida, tanto de las generaciones presentes como futuras; la sustentabilidad de la naturaleza, de las culturas y sociedades humanas.   

            En ese contexto general de problemas medioambientales, no son pocos los asuntos que compelen, como una impostergable necesidad política y moral, al estudio riguroso del impacto que tienen las actividades humanas, a que la sociedad civil asuma sus responsabilidades, y a que adopte las medidas eficaces para erradicar o corregir prácticas y sistemas de producción contrarios al principio de sustentabilidad ambiental. Nadie quisiera admitir la veracidad del presagio enunciado en el epígrafe de este trabajo, advertido en el año 2015 por el notable físico inglés Stephen Hawking. Pero hay que reconocer que ya son demasiadas las voces de prestigiosos científicos que alertan sobre los fatales daños que engendra un modelo de desarrollo cuya visión mercantilizante reduce a la naturaleza a una suma inagotable de recursos que esperan ser explotados.  

En ese sentido, tratando de enfocar nuestra mirada sobre un aspecto particular de aquel tan vasto universo de problemas, abordaremos en este ensayo ciertas aproximaciones a una secuela específica que proviene, sin dudas, del crítico sometimiento que el actual sistema social impone a la naturaleza. Habida cuenta de que nos rige estructuralmente un modelo cuya producción inyecta de manera incesante al mercado un arsenal de bienes de alta tecnología (high tech) de cada vez menor durabilidad; y en donde, paralelamente, crece ostensiblemente año tras año el volumen de desechos tecnológicos, nos enfrentamos en la actualidad con toda una carga de problemas referida a la cuestión del ciclo final de los productos electrónicos y su impacto ambiental.

Teniendo en cuenta la ausencia de regulaciones políticas y normativas que aborden esta cuestión, tanto en la Argentina como en toda América Latina, así como el comprobable riesgo de que el creciente desperdicio de aparatos electrónicos pueda constituirse en un verdadero reservorio tóxico con grave peligro para las personas y el medio ambiente, es que creemos que su estudio y abordaje resultan urgentes.

            En rigor, constituye un problema internacional: los desechos de aparatos eléctricos y electrónicos componen el grupo de desperdicios de mayor crecimiento en el mundo. Basurales con chatarras proliferan en cada rincón del globo, siendo estos elementos, en su gran mayoría, contenedores de sustancias con potencialidad de generar un grave impacto ambiental. La Comunidad Europea abordó este problema al implementar, por ejemplo, la llamada Responsabilidad Extendida del Productor, un sistema de Plantas de Reciclaje y normativas de restricción de sustancias peligrosas en aparatos eléctricos. También, a su manera, lo han hecho Estados Unidos, Japón y China, entre otros. Por el contrario, como veremos, América Latina, al carecer de un sistema de restricciones, de regulaciones y de reciclaje de esta clase de residuos, corre el riesgo de convertirse, ya no sólo en el “patio trasero” del Primer Mundo, sino, lisa y llanamente, en el basural de sus residuos más tóxicos.

Enfrentamos los efectos de la globalización económica desplegada en el mundo. La sociedad de hoy ha agudizado los síntomas de aquello que el sociólogo francés Jean Baudrillard denominara, hacia fines de la década de 1960, “la sociedad de consumo”. Ya en el siglo XXI, producto de un sistema impulsado por la revolución informática, el capital globalizado, la flexibilización y deslocalización  laboral, el desarrollo inconmensurable del marketing y la publicidad; tanto las personas como los objetos parecieran estar diseñados para comprar, tirar y comprar. Hay una reducción programada en la duración de los objetos y, paralelamente, una ansiedad configurada –programada culturalmente- por desplazar incesantemente “lo viejo” por “lo nuevo”, donde lo nuevo deriva pronto en los modelos de lo viejo. 

Llegados a este punto es que surgen diversos interrogantes referidos a la disposición final de las cosas electrónicas: ¿existe en Argentina una infraestructura de recolección y reciclaje preparada para afrontar los desechos electrónicos? ¿Cuál es, a largo plazo, el impacto ambiental que pueden generar estos desechos sobre el medio ambiente? ¿Los aparatos eléctricos pueden convertirse en residuos peligrosos? ¿Basta apelar al voluntarismo del “consumidor racional y sustentable”? ¿Es posible la implementación de un sistema jurídico-administrativo que busque reducir los eventuales efectos nocivos de la tecnología en su ciclo final? Y eventualmente, ¿quiénes deben cargar con las responsabilidades económicas, administrativas y políticas de un sistema preventivo de daños? ¿Quién, en definitiva, será quien pague la fiesta del “progreso”?       

2. De la “sociedad de consumo” al basural electrónico

El ciclo de vida útil de los productos es cada vez más corto. Hay una creciente obsolescencia programada en la tecnología, y un sistema universal de producción que empuja como un torrente al consumo a gran escala. El resultado final de ese proceso económico-cultural es comprar, tirar y comprar.

Por eso, apelar a fórmulas como la del “consumidor responsable” constituye un evidente reduccionismo, insuficiente para erradicar prácticas que se encuentran ínsitas en el corazón del sistema económico global. Existe una megalomanía del derroche que muestra no sólo un estilo de vida inviable, sino asimismo un síntoma de las reglas generales de la organización productiva del capitalismo. Se sabe (la sociología francesa y estadounidense le ha dedicado denodados esfuerzos de investigación) que el consumo tiene un enorme poder de distinción. Como decía Jean Boudrillard: hay un ostensible deseo de prestigio. Se trata de una mirada estructural del consumo: las necesidades no producen el consumo; el consumo (como sistema de símbolos) es el que produce las necesidades. Y produce, además, como la cambiante imagen bipolar en los hologramas, un enorme poder de exclusión[1].

A fines del siglo XIX, el escritor polaco Joseph Conrad elaboró una de las joyas de la literatura universal: El corazón de las tinieblas. Narrada en clave ficcional, ambientada en la devastación de recursos naturales en el Congo, tierra entonces colonizada por el emperador Leopoldo II de Bélgica, la nouvelle muestra a una población local sometida por los efectos despóticos del señor Kurtz, el agente delirante de una empresa comercial de la Colonia destinado a saquear el marfil en la región. Este antecedente histórico y literario, cuyas connotaciones simbólicas y desarrollo dramático logran conmover la sensibilidad del lector, no debiera, sin embargo, resultarnos un mero anacronismo. Llevados hoy al mismo sitio, más de cien años después de que Conrad inmortalizara con su pluma el horror escalofriante de la historia, aquella barbarie del “proceso civilizatorio” se repite desde el año 1994 en el escenario de las montañas orientales de la República Democrática del Congo. Cerca de siete millones de personas han muerto en esa nación a causa de las guerras, de las ocupaciones militares, y de las luchas financiadas por corporaciones económicas interesadas en el control de la mayor reserva mundial de coltán y niobio, dos minerales esenciales para la producción de los teléfonos celulares.

La banalidad del mal, está provocada tragedia humanitaria, este genocidio high tech, suscita la mayor indignación aunque no agreguemos más condimentos a esta carnicería mercantil. Pero hay más: un informe elaborado por el Instituto Worldwatch indica que los teléfonos móviles forman parte de la mayor cantidad de desechos electrónicos en la actualidad. El “corazón de las tinieblas” en la sociedad de consumo, su imagen final, la última ratio: comprar, tirar, comprar.

Según el difundido documental La tragedia electrónica de Cosima Dannoritzer, producido por Televisión Española (TVE) en el año 2014, se producen cincuenta millones de toneladas de residuos electrónicos en el mundo. Este número inconcebible de desechos circula y se destina de distintas maneras, y debemos descartar la idea de que se trata de desechos inocuos. Dada la naturaleza de alguno de sus componentes, la disposición final dejada al libre albedrío de las empresas y del ciudadano (sin planificación, sin regulación, sin intervención estatal), así como la falta de estándares de tratamiento adecuados para su reciclaje, genera graves riesgos al medio ambiente y a la salud de las comunidades locales. Y el mayor problema se presenta en las regiones pobres del planeta. Hay vertederos de chatarras en África, Asia y Latinoamérica, montañas de productos eléctricos y electrónicos altamente contaminantes del aire, de la tierra y del agua.

En el caso específico de Argentina, el último estudio realizado indica que se producen más de cien mil toneladas anuales de residuos electrónicos[2]. No existe (como tampoco en el resto de América Latina) ninguna infraestructura ni planificación administrativa que procure organizar y estructurar la disposición final de esos productos. Esto quiere decir que los crecientes desechos familiares e industriales de los aparatos tienen como destino basurales comunes o lugares precarios en donde se ponen en práctica técnicas de reciclaje rudimentarias. La Ley Nacional 24.051 de Residuos Peligrosos no contempla los aparatos electrónicos, como tampoco están comprendidos en dicha normativa los residuos domiciliarios.  

En ese sentido, la disposición final de los aparatos eléctricos, al margen de un sistema administrativo y jurídico que planifique e imponga responsabilidades del circuito y destino post-consumo, trae aparejadas al menos tres cuestiones merecedoras de preocupación ambiental.

Primero: se trata de material desechado con múltiples elementos recuperables y reutilizables de gran valor ambiental, especialmente metales preciosos como el oro, la plata y el cobre. La no conservación de estos recursos va en desmedro del principio de la sustentabilidad reconocido por el derecho internacional como paradigma necesario del cuidado del medio ambiente.

Segundo: el depósito en basurales comunes implica per se riesgos de contaminación sobre el suelo y las aguas del lugar. Los desechos electrónicos son productos peligrosos, dada la naturaleza de sus componentes y sustancias que pueden contener altas concentraciones de metales pesados y sustancias tóxicas. Es preciso aclarar que la Convención de Basilea contiene especificaciones en relación a residuos de aparatos eléctricos y electrónicos que son considerados peligrosos, y están sujetos a los mecanismos de control que prevé el mencionado Tratado Internacional.  

Tercero: el crecimiento de los residuos electrónicos y su falta de abordaje legislativo puede atraer la aplicación, por parte de los sectores más vulnerables de la población, de métodos de reciclaje caseros en busca de estrategias de supervivencia, pero que tienen efectos perjudiciales sobre la salud de las personas. Estas técnicas rudimentarias, que van desde la quema al aire libre de cables con PVC hasta el tratamiento de residuos en baños ácidos para recuperar el oro y otros metales valiosos, han proliferado en diversos lugares del mundo poniendo en peligro la integridad física tanto de los trabajadores como de las comunidades locales.

Una investigación realizada en el pueblo de Guiyu, en China, localidad en donde se concentra un basural de chatarras electrónicas y se practican procedimientos caseros de reciclaje, demostró las elevadas concentraciones de sustancias tóxicas en el suelo, en el aire y en el agua de la comunidad, como asimismo altos niveles de plomo en sangre en la población. Guiyu es un caso emblemático de la contaminación generada por la manipulación de los residuos electrónicos. Guiyu es otra expresión del “corazón de las tinieblas” en los comienzos del siglo XXI.

3. La necesidad de implementar en Argentina un sistema legal de gestión de residuos electrónicos  

 En septiembre del año 2015, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la denominada “Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”. Se trata de una búsqueda de consenso para lograr la tan ansiada sostenibilidad económica, social y ambiental de los ciento noventa y tres Estados miembros. Entre sus ambiciosos objetivos, se encuentra el enunciado número 12 de “garantizar modalidades de consumo y producción sostenibles”.

En Argentina, el Código Civil y Comercial de la Nación sancionado en el año 2014, incorporó el concepto de sustentabilidad como un principio general del derecho que impone límites al ejercicio de los derechos individuales sobre los bienes[3].         

El concepto de la sustentabilidad, elaborado por primera vez en el Informe de Brundtland hacia el año 1987 en el marco de la Comisión de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente, ha venido, en las últimas décadas, a erigirse en un pilar de los sistemas jurídicos ambientales a nivel internacional. Considerado un principio rector en los principales convenios entre naciones, en las leyes especiales, en los programas de las ONG de protección de los recursos naturales, este concepto ha ido expandiendo sus contornos desde aquel lejano año de 1987 para convertirse hoy en un paradigma imprescindible. Y debiera, asimismo, constituir un desafío transversal del sistema jurídico de todas las naciones, de las políticas públicas económicas, sociales y culturales de los Estados, en pos de la construcción de comunidades que tornen asequibles y operativos el derecho y el deber de mantener y reconstruir un ambiente sano y saludable.       

En este marco conceptual y normativo, así como advertida la situación de riesgo relatada en los capítulos precedentes, es que nos permitimos sostener la conveniencia, la viabilidad y la pronta necesidad de implementar un sistema legal que aborde –conforme a ciertos estándares internacionales- la problemática ambiental de la disposición final de los residuos electrónicos. Surge, imperiosa, la necesidad de dar cobertura al actual vacío absoluto de cargas y obligaciones que debieran estar legalmente establecidas. Sabido es que ante la ausencia de normas claras y precisas rige el llamado “mal difuso”, donde anidan dilatadas y ambiguas sensaciones: la responsabilidad de todos por cuidar el medio ambiente, termina siendo la responsabilidad de nadie. 

Resulta fructífero, a tal fin, tener en cuenta el sistema implementado en otros países, como es el caso de la Unión Europea y el denominado programa de la Responsabilidad Extendida del Productor. 

4. El sistema de la Responsabilidad Extendida del Productor

En el marco de las limitaciones a los derechos individuales con miras a proteger la sustentabilidad, se ha diseñado en el orden internacional un sistema integral de gestión de residuos electrónicos denominado “Responsabilidad Extendida del Productor”. Se trata de un conjunto de instrumentos normativos, administrativos y políticos destinados a regular el ciclo de aparatos electrónicos, implementándose todo un programa sobre la base de tres principios fundamentales del derecho ambiental: el principio precautorio, la concepción ética no instrumentalista de la tecnología, y “el que contamina paga”.

 El programa debe intervenir durante todo el ciclo de los productos electrónicos, desde su diseño y producción hasta su destino postconsumo, persiguiendo primordialmente dos grupos de objetivos: 1) la mejora -en términos ambientales- en el diseño de los productos y sus sistemas; y 2) la recolección, tratamiento y reutilización, de manera ecológica y socialmente conveniente, de los productos.

En ese sentido, supone medidas económicas y obligaciones legales establecidas, en principio, a cargo de los productores, orientadas a prever su responsabilidad por los efectos entrópicos de sus productos lanzados al mercado. Así, el punto de partida del programa involucra una concepción filosófica de fuerte crítica a la visión meramente instrumental de la tecnología. En su obra Crisis de Civilización, María Josefina Regnasco resume esta ardua discusión:

El modelo analítico-instrumental sólo considera las intenciones previas, conscientes y deliberadas, con respecto al diseño, producción y uso de las tecnologías. De este modo, su marco de referencia ético se reduce a los efectos relacionados con la función específica del aparato.

Sin embargo, los artefactos, herramientas e instrumentos tienen efectos más allá de su función específica. Se trata de los efectos entrópicos. Toda tecnología implica una transformación de energía. La energía del universo es constante, pero en el proceso de transformación se disipa energía, en forma de calor o desórdenes. Este es el enunciado de la segunda ley de la termodinámica, la ley de entropía.

Todas las tecnologías producen efectos entrópicos. Recién en los últimos años se está tomando conciencia de los efectos medioambientales del dióxido de carbono producido por la expansión del automóvil, de los insecticidas y herbicidas utilizados masivamente en la agricultura, de las radiaciones de microondas causadas por los teléfonos celulares. La fabricación de papel produce dioxinas y furanos, entre otras sustancias tóxicas. Y podríamos multiplicar los ejemplos[4].

El sistema de Responsabilidad Extendida del Productor se estructura sobre la base de que la mayoría de los impactos ambientales de los aparatos electrónicos están predeterminados por el diseño. En consecuencia han de dictarse instrumentos normativos y administrativos que tiendan a optimizar la protección ambiental –por vía del principio precautorio- comprendiendo, necesariamente, incentivos para el diseño ambiental y restricciones de sustancias tóxicas en su fabricación. Es el caso, por ejemplo, de las directivas RoHS para la Unión Europea, que restringen el uso de plomo, mercurio, cadmio, cromo, hexavalente y polibromobifenilos.          

Para combatir los riesgos y daños a la salud y al medio ambiente que pueden ser generados por una inadecuada disposición de los residuos electrónicos, uno de los instrumentos característicos del sistema consiste en establecer la responsabilidad económica del productor, quien paga anticipadamente un costo para afrontar la gestión final de sus propios productos. Existen dos variantes que puede prever la legislación: a) la responsabilidad económica individual: cuando el productor paga anticipadamente por la gestión de fin de ciclo de sus propios productos; y b) la responsabilidad económica colectiva: cuando el grupo de productores paga por la gestión de fin de ciclo de sus productos independientemente de las marcas. 

Esta fuente de financiamiento está destinada a implementar plantas de tratamiento que incorporen sistemas de gestión ambiental. Se trata de los lugares de almacenaje y tratamiento de residuos electrónicos, donde habrá de implementarse procedimientos acordes a las normas ambientales ISO 14001 para el reciclaje y reutilización de los componentes. El funcionamiento de estos establecimientos debe estar previsto en la legislación, donde se define el modelo de intervención estatal. En el derecho internacional encontramos casos en que las plantas han sido estatizadas (Taiwán); en otros, se admite la forma privada subsidiada (California o China); en el modelo de la Unión Europea se gestiona en forma privada, pero existe un marco legal de reglas precisas para la recolección, reutilización y reciclaje, y se le impone al productor la obligación de gestionar los lugares adecuados para cumplir las metas fijadas en la legislación. Cualquiera sea el modelo que se siga, necesariamente estos establecimientos deben estar sujetos al control y autorización estatal. Resulta fundamental la delimitación y el cumplimiento de estándares de gestión de reciclaje adecuados al medio ambiente.

Todo el programa se edifica, además, sobre la base de una rigurosa red de información. Según el informe realizado por Thomas Lindhqvist, uno de los principales obstáculos para implementar el programa en Argentina es la falta de una cultura de clasificación de residuos[5]. El desconocimiento sobre el qué y el cómo hacerlo, debe ser sustituido por una adecuada política pública de información. Además, el productor debe rendir cuentas a las autoridades, identificar y etiquetar los productos y componentes, brindar información al consumidor sobre la responsabilidad del productor y la clasificación de los residuos.

Finalmente, uno de los mayores problemas que debe enfrentar y combatir América Latina es el movimiento transfronterizo ilegal de residuos de aparatos electrónicos. Esto constituye un verdadero obstáculo para el funcionamiento de un sistema de Responsabilidad Extendida del Productor. Esto es así toda vez que, a pesar de la prohibición de la Convención de Basilea referida al transporte internacional de residuos peligrosos (incluyéndose en los mismos a los aparatos eléctricos y electrónicos), lo cierto es que un subterfugio legal respecto a éstos, consistente en traficarlos como “aparatos usados”, permite alimentar un lucrativo negocio, y los barcos contenedores cruzan los mares cargados de chatarras provenientes de los países centrales a los subdesarrollados. En la década del `90 del siglo pasado, quien fuera el vicepresidente de los EE.UU, Albert Arnold “Al” Gore, denominó a esto la “externalización de los gastos”, es decir la mudanza de la contaminación a los países pobres[6].

5. A modo de conclusión

La relación entre las sociedades y el ambiente natural que las rodea ha sido siempre uno de los motores del desarrollo cultural y económico de los pueblos. Ese vínculo fundamental se encuentra en crisis: la sustentabilidad de la Tierra y en la Tierra, para las generaciones futuras, está puesta en duda por no pocos notables científicos de las más diversas disciplinas.

En ese contexto, uno de los tantos asuntos ambientales de primordial importancia que debemos enfrentar, es el que alude a la disposición final de los aparatos eléctricos y electrónicos. La urgencia de su abordaje se explica en la medida en que el desecho de tales elementos al margen de un sistema administrativo y jurídico de planificación, control y asignación de responsabilidades, trae consigo significativas cuestiones de preocupación ambiental. Se trata, por lo general, de desechos con alta potencialidad de contaminación de los suelos, del aire, del agua. 

América Latina en general, Argentina en particular, carecen de regulaciones específicas sobre la materia. En virtud de ello, debemos echar mano a los instrumentos jurídicos y políticos vigentes en el corpus iuris internacional en busca de soluciones eficaces. El principio ambientalista de la sustentabilidad ha comenzado a erigirse en un paradigma de los sistemas jurídicos, no sólo para la protección en abstracto del medio ambiente, sino también como límite en el ejercicio de los derechos individuales y como regulador de las actividades económicas. 

Bajo esta concepción, a fin de enfrentar los graves problemas ambientales que pueden generarse a partir de la basura tecnológica, se ha ido desarrollando el sistema denominado “la Responsabilidad Extendida del Productor”. Se trata de un programa que contempla derechos, obligaciones y responsabilidades asentadas sobre la base de tres principios fundamentales del derecho ambiental: el principio precautorio, la concepción ética no instrumentalista de la tecnología, y “el que contamina paga”. El sistema interviene no sólo en la etapa final, sino durante todo el ciclo de los productos electrónicos (desde su diseño y producción, hasta su destino postconsumo). Implica fuentes de financiamiento a cargo de los productores, restricciones en la utilización de sustancias, el estímulo ante mejoras ambientales en el diseño, el establecimiento de plantas de reciclaje, la gestión de los residuos conforme a estándares ambientales internacionales.  

Creemos que esta respuesta del Derecho puede constituir un avance en la búsqueda por erradicar prácticas productivas nocivas, como asimismo para hallar soluciones justas ante la contaminación que pueden generar los aparatos electrónicos postconsumo.   

           

 

[1] No es objeto de este trabajo profundizar sobre el concepto de sociedad de consumo en el contexto del capitalismo. Simplemente nos interesa señalar la pesadísima estructura en la que se desenvuelve “el individuo consumidor”, así como la insolvencia que guía a frases voluntaristas como la del “consumidor responsable”. Para un análisis riguroso, nos remitimos a las investigaciones realizadas por Jean Boudrillard, particularmente en la obra La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras.

[2] Lindhqvist, Thomas; Manomaivibool, Panate; Tojo, Naoko (2008): La responsabilidad extendida del productor en el contexto latinoamericano. La gestión de residuos de aparatos eléctricos y electrónicos en Argentina. Instituto Internacional para la Economía Ambiental e Industrial de la Universidad de Lund, Suecia.

 

[3] “ARTICULO 240.- Límites al ejercicio de los derechos individuales sobre los bienes. El ejercicio de los derechos individuales sobre los bienes mencionados en las Secciones 1ª y 2ª debe ser compatible con los derechos de incidencia colectiva. Debe conformarse a las normas del derecho administrativo nacional y local dictadas en el interés público y no debe afectar el funcionamiento ni la sustentabilidad de los ecosistemas de la flora, la fauna, la biodiversidad, el agua, los valores culturales, el paisaje, entre otros, según los criterios previstos en la ley especial”.

[4] Regnasco, María Josefina (2012): Crisis de civilización. Radiografía de un modelo inviable. Buenos Aires: Ed. Baudino. Pág. 131.

[5] Esa clasificación es llevada a cabo, en la actualidad, por uno de los sectores de trabajadores más vulnerables: los denominados “cartoneros”. Es interesante pensar que las plantas de gestión de residuos electrónicos puedan incorporar a ese sector de trabajadores “informales”, brindándoseles a cambio condiciones de trabajo seguras e ingresos dignos.  

[6] En 1991, Lawrence Summers, principal economista del Banco Mundial, propuso a esta institución “alentar a las industrias contaminantes a mudarse a los países más pobres del planeta”.